Santiago y yo nacimos el mismo día, 12 de febrero, pero con 421 años de diferencia. Los dos somos acuario, lo que quiere decir que nos ahoga la rutina, somos medio locos y nos pasamos la vida soñando un mundo mejor. Será por eso que la ciudad donde nací está siempre renovándose, mirando hacia el futuro, como si en ese constante cambio estuviera el encanto, como si reinventarse fuera la única forma de sobrevivir. A Santiago no le gusta su ropa vieja. De vez en cuando, simplemente se deshace de sus harapos y se pone trajes nuevos, flamantes. Se pone su mejor maquillaje y sale por ahí de fiesta, desde muy tarde en la noche hasta muy temprano en la madrugada. Aunque no es ni lo uno ni lo otro, tiene a mano el mar y la montaña, así es que al primero lo visita en verano y al segundo le lleva leña en invierno. En otoño las hojas alfombran las avenidas y en primavera los enamorados besan los parques, que abren sus brazos para bienvenir al nuevo ciclo de la vida.
Esa es mi Santiago, la ciudad de las sorpresas. La que me ofrece un espectáculo sobrecogedor, cuando una mañana cualquiera me muestra la cordillera blanca, como un velo de novia que llega hasta los barrios altos. La que me invita a tomar un buen vino en el cerro San Cristóbal y se me entrega toda exhibiendo sus luces brillantes en la noche clara de febrero allá abajo, donde el río Mapocho serpentea entre las autopistas, colándose debajo de los puentes y los túneles. ¿Quién dijo que de lo bueno poco? No, señor, de lo bueno mucho, muchísimo. Mucho salir a almorzar o a comer de todo, especialmente machas a la parmesana, una delicia de nuestra cocina, que todo el que la come cae bajo un hechizo y está condenado a volver. Mucho elevar volantines en septiembre, cuando el viento comienza a estrenar sus alas. Mucho salir de paseo a los cerros que la circundan. Muchos domingos de fútbol y de cine. Muchos conciertos de música clásica en el Teatro Municipal o de rock en el Velódromo. Mucho teatro en enero, una verdadera fiesta de la cultura, donde se puede uno encontrar con una obra arriba de un bus o detrás de un árbol.
Ese es mi Santiago, vertiginosa, moderna, vital. Con un libro en una mano y un café en la otra. Cambiando, siempre cambiando, como recordándonos que el pasado ya no existe. Yo mismo, que vengo de sus entrañas, he llegado a desconocerla, después de algunos años viviendo lejos. “Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”, decía Neruda en su Poema 20. ¿Se la habrá hecho a Santiago? Los de entonces éramos menos digitales, menos computarizados. Hoy la ciudad tiene bajo la piel una red infinita de nervios de fibra óptica, que comunica todo con todo en menos de lo que se demora uno en decirlo, y el mundo ha quedado a un click de distancia. Hoy la ciudad es un bosque de antenas, por donde viajan las voces y los textos de milllones de celulares, invitándose a un asado el fin de semana; declarándose un amor para todo el año, ya no para toda la vida; convocando a celebrar la clasificación de Chile al Mundial en la Plaza Italia, con un lenguaje nuevo, con kas y sin eñes. Hoy Santiago no duerme. Ya durmió demasiado, así es que está recuperando ese tiempo en el Paseo Ahumada, auténtica feria de variedades, donde se codean el pokemón con el peloláis, tribus urbanas surgidas en los últimos años. Está estudiando, porque entendió que hay que prepararse para el futuro; está organizando una actividad solidaria, porque hay muchos que no tienen ni siquiera el privilegio de ayudar, asi es que hay que ayudarlos; está en reunión de negocios; está escuchando a todo el que quiera hablar; está pendiente de los niños, porque cree que ellos son la esperanza de un mundo mejor, así es que les ha regalado un Museo Interactivo, parques de diversiones, plazas con juegos, en fin, Santiago está despierta, está viva.
Santiago nació un día 12 porque tiene 12 rostros, como 12 meses tiene el año. Hay que elegir uno y saltar al vacío, que el riesgo vale la pena. Se lo digo yo, que me arriesgué a nacer allí.
Alberto Plaza